Aclaración: est texto es un ejercicio de tarea para el taller que estoy tomando de géneros literarios en la Casa del Escritor. Si de pronto empiezan a notar que la calidad de mis textos mejora, será por esa clase (acabo de empezar ¿eh?)
Si no han visto 127 horas no lo lean, contiene spoilers, grandes. Básicamente les cuento el final. Ahora sí, lean :)
Yo no lloro en las
películas. Eso siempre me ha quedado claro. No lloro ni en los romances más
cursis ni en los dramas más desgarradores; aunque siempre he sido un poco más
sensible al sufrimiento humano que a las propuestas de matrimonio rimbombantes.
Por eso, si bien no lloro, sí se forma un nudo en mi garganta cuando por
ejemplo, Moncho arroja piedras a su profesor Don Gregorio al final de La lengua
de las mariposas.
127 horas no sólo hizo
un nudo en mi garganta; logró que, por primera vez en mi vida, llorara en una
película. Diría que me conmovió hasta las lágrimas, pero no lo haré porque es
una frase demasiado trillada y tampoco lo haré porque, sin explicación de los
doctores, mis ojos están secos desde la operación. Si bien no hubo lágrimas,
hubo sentimiento y hubo llanto, de esos que jamás me permito en público. 127
Horas, sin advertencia alguna, abrió una
puerta de mi alma que normalmente dejo bien cerrada: esa que esconde el amor a
la vida ¿o el miedo a la muerte?
Danny Boyle nos cuenta
la historia de Aaron Ralston, autonombrado aventurero cuyo narcisismo lo lleva
a una situación en la que debe elegir entre la vida y la muerte. No hay que
dejar de lado que es una película “basada en una historia de la vida real”, las
películas siempre tienen mayor impacto cuando vemos esta leyenda en algún lugar
de los créditos. Un día el protagonista decide hacer una excursión a uno de los
cañones de Utah, y desde el principio aprendemos que este tipo de excursiones
eran el pasatiempo preferido de Aaron; estos cañones los conoce muy bien, y le
encanta explorar los rincones que nadie conoce. Después de un accidente que
podría describirse como ridículo, Aaron queda atrapado en uno de los cañones;
su mano se atora entre el cañón y una roca después de un pequeño derrumbe.
Esta serie de eventos se
ven apenas en el inicio de la película, y la mayor parte del tiempo la pasamos
atrapados en el cañón con Aaron. Es ahí donde sufrimos con él y aprendemos de
él. Aunque pareciera que es una situación en la que no hay nada bueno, incluso
gozamos con Aaron momentos muy especiales. Una de mis escenas favoritas es la
primera vez que le da el sol. Entre la actuación de James Franco y la manera en
que Boyle diseñó esa escena, es un momento casi mágico. Podemos sentir el calor
y la emoción de la luz, y me encanta cómo se va mezclando un recuerdo de cuando
era niño y su padre lo cuida. Aaron Ralston pasa 127 horas atrapado, y debe
amputar su brazo para poder salir del cañón.
Aunque no es la misma
situación, y está lejos de serlo, me recordó a los momentos en que yo también
luchaba por (no me gusta decirlo) mi vida. La primera vez que Aaron toma agua,
la primera vez que le da el sol, el cuervo que pasa todos los días y le da un
momento de felicidad, me recordaron mis primeras veces: la primera vez que me
paré, que hablé o salí a la calle. Ver a Aaron cortarse su propio brazo para
poder seguir viviendo me impactó muchísimo. Me recordó ese sentimiento tan
confuso que vive en nosotros y que se trata no sé muy bien si de un amor
intenso a la vida, un miedo terrible a la muerte, o un poco de las dos; me
gusta pensar que es el primero. Pasar por esos momentos tan difíciles y de
tanta reflexión me hizo darme cuenta de lo que significa estar vivo. Aprendí
que debemos de luchar todos los días por ella y admiro la valentía de Ralston
para hacerlo. Todos deberíamos amar la vida… y todos tenemos el deber de
vivirla con la pasión y el coraje de quien se amputa su propio brazo para ver
la luz.